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e equivoqué, al igual que la paloma de
Alberti. Pensaba que cuando llegara la hora de llevar al niño al colegio por
primera vez iba a sentir una enorme alegría y orgullo paternal, las tareas
cotidianas se facilitarían considerablemente y pondríamos fin a toda esa
anarquía doméstica que conlleva tener a esos ‘locos bajitos’ corriendo por la
casa en busca del lugar más inverosímil donde dejar sus juguetes. No
contaba yo con la manifestación
prematura de eso que llaman el ‘síndrome del nido vacío’, probablemente
contagiados del pueblo americano, que encuentra un síndrome en cada disfunción
mental con la que se tropiezan a diario. Recuerdo —o me ayudan a recordar— que
en un momento similar hace muchos años me deshice en lágrimas y me aferré con
todas las fuerzas de mi escasa edad a la falda de mi madre, preguntándome por
su traición y buscando con el rabillo del ojo un lugar seguro donde esconderme.
Hoy he tenido que ocultar en ellos una lágrima incipiente que se empeñaba en
asomar y amenazaba con resbalar por mis mejillas, delante de toda la comunidad
educativa con nuevos padres desamparados. Y eso que ahora programan un periodo
de adaptación, y reciben a los alumnos de forma gradual. Lo malo es que a los
padres no nos adaptan escalonadamente los sentimientos. Los que hemos
pertenecido a ese grupo exiguo y privilegiado que ha disfrutado de su hijo sin
tener que llevarlo a la guardería, con la inestimable ayuda de los abuelos, nos
encontramos quizás más desvalidos ante este destete por decreto.
Me ha comentado una compañera que en algún
país nórdico los niños comienzan en el colegio a edades más avanzadas.
Consideran por allí que aprovechará más y mejor su formación con una mayor
madurez. Aquí la etapa infantil es voluntaria, pero a ver quién es el guapo que
aparece con su criatura a los seis años, cuando todos sus compañeros saben leer
y escribir, y andan ya por la segunda hornada de dientes. A lo mejor hasta le
dan la bienvenida en inglés, que para eso está en su currículo.
No sé si
mi dicotomía de profesor y padre ha originado una presbicia intelectual,
provocada por un amor irrefrenable hacia mi hijo. Dentro de esta patología me
llego a cuestionar si en esta sociedad, en la que estamos creando de niños cada
vez más preparados, los padres nos estamos olvidando de dedicarle más tiempo a
ellos y a sus juegos. Cuando veo las caras fatigadas de algunos que empatan el
colegio con el comedor, las actividades extraescolares y la guardería, me da la
impresión de que esta vida moderna no está demasiado bien montada. Tendremos
que hacer un acto de fe y confiar en que, después de todo, nacemos de verdad
con un ángel de la guarda que cuida nuestros pasos.
(Publicado en el periódico "La Opinión" el 11/11/2003)
4 comentarios:
Estreno con mi aplauso!
Recuerdo, con lujo de detalles, la escena con mis hijos en la puerta del Colegio...y ya hace unas décadas!
Efectivamente, tenemos mucho que aprender de esos países nórdicos, que sólo con sol y dieta mediterránea no es suficiente!
¡Buen artículo, George!
Un abrazo.
Muchas gracias, querida amiga. Espero verte, en breve, por las aulas. Aunque tú ya hace mucho tiempo que echaste a volar de ellas, nunca -afortunadamente para todos nosotros- abandonas el nido.
Un abrazo
Jorge, aun no tengo hijos, pero como me has emocionado... Gracias.
Estimado Jorge.
Me encantó el artículo y aunque mis hijos ya son grandes, 25 y 18 años respectivamente, todavía me acuerdo del primer día, especialmente de mi hija mayor, pero en la guardería porque no tuve la suerte de tener a esos abuelos que pudieran darles esas primeras clases magistrales.
Tanto me ha gustado que se lo voy a pasar a una sobrina que hace poco ha pasado por esa experiencia.
Aunque los que tenemos más de un hijo, decir también que el segundo no tiene que ver nada con el primero.... será porque ya estamos vacunados je je je
Un abrazo y por favor no pierdas las mañas y sigue publicando cosas así puesto que seguro sigues emocionando a más de uno, tanto como me lo has hecho a mi.
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