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ace unos años escribí en una
revista de educación un artículo titulado ‘La discriminación sexista en la
escuela’. Analizaba allí como profesor la situación del alumnado femenino y
desvelaba las posibles dudas que existían sobre el trato imparcial recibido. Para
ello me documenté ampliamente y me esforcé por alcanzar una ansiada
objetividad. El artículo nació de la necesidad de plasmarlo por escrito, en un
momento en el que la educación en Canarias empezaba a empaparse de la
denominada ‘coeducación’.
Cansado de observar cómo todo se
quedaba en un simple maquillaje del lenguaje con el uso (o abuso) de los
sufijos “os/as”, llegué a la conclusión de que todo se resumía en eso. Sin
embargo, constaté cómo ─afortunadamente─ la escuela es en este sentido el lugar
donde mayor igualdad encuentran ambos sexos. En una sociedad en la que sus
políticos admiten sin rubor que las mujeres reciban incomprensiblemente un
salario inferior por desempeñar el mismo trabajo no parece haber demasiado
lugar para la esperanza.
Las limitaciones para su
promoción laboral, la asimetría a favor del cambio en las mujeres y no en los
hombres y el acoso sexual tampoco ayudan demasiado a lograr un mínimo de
justicia social. Y es que todo se queda en palabras. Ya desde 1957 el tratado
de Roma incluía en su artículo 14 el principio de igualdad y no discriminación
por razón de sexo. La
Constitución de 1978 dedica su artículo 14 al mismo
principio. En 1995 firmaron 180 gobiernos un documento en la Conferencia de Pekín
que reivindicaba la igualdad de sexos y denunciaba la ‘violence of gender’ (fue
aquí donde se parió esta expresión que se nos coló como otro calco semántico
del inglés). Este espíritu fue recogido posteriormente por la ONU en el Beijing + 5, en el
año 2000, el mismo año que escribí el mencionado artículo.
Claro que en aquel momento lo de
la ‘violencia de género’ no había alcanzado la terrible dimensión que tiene hoy
en día. No imaginaba yo por aquel entonces que esto se iba a convertir en
violencia de género, número y caso: el pasado año murieron en nuestro país 52
mujeres víctimas de malos tratos, y en este año vamos ya por la escalofriante
cifra de 44 “casos”.
Lo que no parece haber cambiado
es la total impunidad con la que los agresores asesinan a sus víctimas. Las
casas de acogida no son sino ‘posadas de la ignominia’ y del fracaso de un
sistema que no sabe o no quiere acabar con esta lacra social, que encierra a la
víctima y libera al asesino que nada tiene de presunto.
Probablemente serán ellas y sólo
ellas empezando en la escuela, con su trabajo diario y desde los puestos más
influyentes de la sociedad (cuando les permitan llegar) las que finalmente
acaben con esta desgracia que como hombre me produce “vergüenza de género”.
(Publicado en el periódico "La Opinión de Tenerife", el 14/08/2003. Una vez más, desgraciadamente, las cosas no han cambiado mucho desde que lo escribí)