Páginas

5 feb 2013

Adiós, mascarita



A
hora que ya llegaron los Carnavales, sin apenas darnos tiempo a quitarnos los restos de turrón de la comisura de nuestros labios, los periódicos se hacen ecos de los múltiples eventos y concursos que tendrán lugar en estos días. Se me agolpan en la memoria una miríada de recuerdos de tardes de fantasía y noches de ilusión incontenible. Aquel traje de vaquero en el colegio, que invitaba a soñar con aventuras más allá del Mississippi, en donde los indios se nos dibujaban en nuestras inocentes mentes infantiles como indomables salvajes que les hacían la vida imposible a los pobres y honrados colonos que sólo querían un poco de tierra donde vivir y plantar sus lechugas. Con el tiempo, cargada de decepción, nos llegó la noticia de que ni eran tan malos los pieles rojas, ni John Wayne tan duro como decían. Pero de eso hace ya mucho tiempo. Ahora los disfraces se compran a granel en grandes almacenes, y las costureras se dedican a ver la novela vespertina, esa que dura más que los zurcidos que ellas celosamente escondían bajo las telas. Además, tampoco harían grandes fortunas con su trabajo, pues desde hace tiempo lo que se lleva entre los más jóvenes es el traje institucionalizado de mamífero plantígrado, preferiblemente con gafas de sol sobre la cabeza, despellejados por la cintura, con los brazos atados y mostrando una preciosa camiseta deportiva —si es de marca, mejor. Es bien conocida por todos la tremenda aversión que tienen los osos a climas calurosos. Lo que no termino de entender es su nueva afición por llevar botellones llenos de extraños líquidos que emanan unos sospechosos vapores etílicos. Siempre había creído que estos animales lo que robaban eran emparedados de jamón y queso que dejaban los excursionistas por descuido. Demasiados capítulos de Yogui, me temo. Lo peor de todo es que, en medio de este contexto, no sé donde se puede ubicar ahora a nuestro entrañable Charlot o a nuestras fenecidas mascaritas. Aún veo la cara de mi padre, cuando lo paraban por la calle antiguos alumnos con el simpático antifaz y, tras bromear deliciosamente durante un buen rato, no había manera de que él los identificara. Claro que también dudo que hubiera tenido mucho más éxito si se hubiesen quitado el artilugio...

Quizás no hayamos cambiado tanto, y a lo mejor es que, con tanta aldea global, se nos ha terminado globalizando la fiesta y ya no sabemos si cada vez nos vamos pareciendo más a los demás, o nos estamos alejando de nosotros mismos. Lo que mantiene mi esperanza es ver la cara de mi hijo, que está empeñado en cumplir más años y dejar atrás su primer trienio para poder subirse a los ‘cochitos locos’ con su disfraz de dinosaurio. Me gustaría creer que nunca se lo va a atar a la cintura. 


(Qué nostalgia me ha dado el rescatar este artículo que publiqué hace ya 8 años, y comprobar lo rápido que se nos va la vida. Mi hijo ya tiene doce años...y ya no quiere ponerse ningún disfraz)

Publicado en el periódico La Opinión el 17/01/05

1 comentario:

Unknown dijo...

Así es yo aún tengo los turrones en la garganta y ahora el disfraz jajajajaja