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i abuela lo llamaba agonía y, a veces,
‘magua’, dependiendo de si la ansiedad terminaba por asomar a la comisura de
los ojos en forma de lágrima, en un intento de liberar el alma de pensamientos
tristes. Después de seis hijos, criados a solas tras quedar viuda, un cáncer de
pecho superado y otro de pulmón a medias, terminó venciendo con sus ganas de
vivir y su enorme sentido del humor a todas las ansiedades posibles. No sé qué
pensaría ahora de esta enfermedad que cada año ocasiona pérdidas millonarias y
produce miles de bajas laborales.
Claro que la vida ha cambiado
bastante desde su juventud. Ahora los hijos vienen casi sin hermanos, después
de pruebas de amniocentesis y partos de alto riesgo, y forman parte de las
estadísticas que nos alertan de que más de 51,1% de mujeres estuvieron de bajas
por motivos “ginecológicos”, relacionados con estrés laboral, el año pasado.
Aunque eso no pasa en ciertas tribus del Amazonas, en donde los hijos
literalmente se les caen a sus madres del vientre y se presentan en el mundo
sin sonrojarse lo más mínimo. La —a priori— maravillosa ‘Ley de Conciliación de
la Vida Familiar
y Laboral’ no ha facilitado en absoluto su incorporación al mundo laboral. Más
bien nos hace recordar hasta qué punto estamos lejos de otros países más
avanzados de Europa en este tema, y qué fácil sería mejorar esa ley y hacerla
efectiva de verdad para la pareja. Mientras nos empeñamos en intentar adelantar
a la vida por la derecha y cumplir con nuestras responsabilidades como padres y
con nuestras obligaciones laborales, el estrés se va apoderando de nuestras
mermadas energías y llegamos a pensar en por qué no podremos vivir como esos
poblados indígenas, en donde la mejor guardería es la espalda de la madre. A lo
mejor pensamos que la razón es que ahora los niños son más despiertos, ya que
la mayoría de nosotros no fijábamos bien los pies hasta finales del primer
año... A este mundo tan avanzado tecnológicamente se le ha olvidado crecer
hacia dentro, y nos pasamos el día ahorrando tiempo con unas máquinas para
invertirlo luego en otras. En este sentido tenía ya razón Tarzán cuando preguntaba
a los porteadores de progreso que iban a su selva a construir una vía ferroviaria para ganar
más tiempo, “tiempo, ¿para qué?”, decía él.
El estrés se ha convertido en la
enfermedad del siglo XXI, con unas terribles consecuencias que veremos a largo
plazo. Lo malo es que nos cuesta creer que las cosas realmente importantes sólo
caben en la agenda del corazón. Son las que detienen el tiempo y erradican la
tristeza; para las que no hay cita posible, sino que esperan a ser abrazadas
cuando se presentan. Confío en que, con las prisas, no se nos escape ese tren.
Artículo publicado en el periódico "La Opinión de Tenerife", el 20 de julio de 2004.
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